El empleo productivo determina no tan solo la prosperidad de una nación, sino la consistencia y fuerza del tejido social que la constituye: es la vertiente en la que se juntan lo económico y lo social. En lo económico la creación de empleo demanda la inversión que los economistas miden como la relación capital/trabajo. En lo social, la política pública debe asegurar que las relaciones entre empleadores y empleados sean justas, las remuneraciones compatibles con la productividad y la vida digna, y estén presentes las posibilidades de movilidad para coadyuvar al progreso social. El grueso de la producción se origina en todas las actividades del quehacer humano: fuere en el sector primario, en la industria y manufactura, y en los servicios. Es por ello que cualquier debilitamiento de la economía va de la mano con la inestabilidad social, el deterioro político, y el estancamiento del progreso material.
La pérdida del dinamismo que ha caracterizado la evolución reciente de la economía ecuatoriana nos alerta respecto de la necesidad de proteger el empleo productivo. No obstante ello, las propuestas de reformas laborales apuntan en la dirección de extrema rigidez que, a no dudarlo, afectará los niveles de empleo y la generación de nuevas plazas para los contingentes de jóvenes que siempre son los más sensibles y vulnerables cuando se producen las contracciones económicas. Puede sonar bien el que se limiten las diferencias salariales, pero la reacción natural del mercado será la de purgar el ingreso de los nuevos contingentes que normalmente constituyen la base de la pirámide. De igual manera, decretar la estabilidad laboral prohibiendo los contratos a plazo fijo, hará que los filtros de selección se vuelvan más estrechos y se limite aún más la inversión productiva. Quienes sean favorecidos serán los que están ya en el régimen formal, a despecho de los que aspiran, y poseen las calificaciones, para salir de la informalidad y el sub-empleo. Se crea así un espejismo de equidad que es contrariado por la experiencia de cinco décadas que ha resultado en la “expulsión” de dos millones de ecuatorianos que optaron por emigrar cuando pudieron contribuir al progreso nacional.
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